Vivimos en tiempos complejos. Tanto es así que es justo hablar de ciencias de la complejidad, para aquel pensamiento sistémico que renuncia a la necesidad de vincular la ciencia, la filosofía y la vida, es decir, una comprensión del mundo que logre dar cuenta de la interrelación de los fenómenos y su emergencia. La complejidad, tal como ha sido entendida por el célebre pensador Edgar Morin, consiste precisamente, en el reconocimiento de las tramas o redes de relaciones, y la imposibilidad humana de agotarlas en el conocimiento. En sus propias palabras la complejidad “… Se trata de enfrentar la dificultad de pensar y de vivir[1]”
La complejidad nos obliga a asumir y nadar en la incertidumbre, ante lo cual se hace imperioso el cultivo de una racionalidad integradora, que nos permita, recocer las particularidades de cada caso, sin renunciar a la comprensión de aquellos procesos o fenómenos globales.
Complejos, no quiere decir necesariamente complicado, sin embargo, la complejización del mundo y de la vida social no ha sido acompañado de una evolución de la conciencia, que nos permita integrar, regular y utilizar estos procesos fuerzas en pos de plenitud y el bien común. Por el contrario, cuanto conocimiento hemos perdido por tanta información, cuanta sabiduría hemos perdido por tanto conocimiento, cuanta realización hemos perdido por tanta sabiduría.
Como dirá Berdiaeff, afirmando el yo, la humanidad se ha perdido a sí misma. Se ha perdido en su capacidad de armonizar su propia existencia. Vivimos en una sociedad errática, sin rumbo, donde ya no es posible identificar un metarelato capaz de ofrecer un “telos” o un sentido a nuestra historia. De modo que es cada vez más común y menos asombroso, la negación de la vida en todas sus formas, el abuso, el menosprecio, las adicciones, la angustia, los suicidios, el exterminio de especies, entre otras.
Boaventura de Sousa lo plantea de la siguiente forma “El pensamiento moderno se basa en la idea de que la crisis son oportunidades para nuevas soluciones. No es esto lo que pasa hoy. La crisis llegó a ser tan permanente que, en vez de tener que ser explicada, es ella la que explica todo.[2]” No se trate solamente de una crisis económica, política, educativa, o cultural, sino más bien de una verdadera crisis civilizatoria, esto quiere decir, de una crisis global y generalizada que amenaza nuestra propia supervivencia sobre el planeta tierra. Una crisis de desarmonía con los ritmos y procesos vitales que constituyen aquel ecosistema y red de interrelaciones que llamamos vida.
Esta crisis civilizatoria responde a la crisis del paradigma del progreso, y sus principios de competitividad, crecimiento económico infinito, estratificación (control) social y de la ciencia objetiva como relato único y verdadero, capaz de librarnos de la esclavitud y la barbarie. Pero que paradojamente nos sitúa en una sociedad del riesgo, con un crecimiento de la inequidad, el hambre, la violencia e increíblemente una disminución, en Estados Unidos, del promedio de vida al momento de nacer producto de la crisis del consumo de drogas.
El triunfo del modelo neoliberal, como la quintaesencia, de este paradigma, centrado en el dominio y el progreso, ha situado al homo economicus y su racionalidad instrumental como la figura exhaustiva de lo humano, minando las prácticas y el imaginario de la democracia al vencer al sujeto que se gobierna a sí mismo a través de la autonomía moral y que gobierna con otros a través de la soberanía popular.[3]
En otras palabras, la razón instrumental ha desatado procesos-fuerza autorreferenciales que gobiernas las relaciones humanas, sin que el hombre pueda gobernarlos. Por eso se mata por un par de zapatillas, se exterminan especies por una buena fotografía, o nos auto-explotamos por un poco más de salario. Pero el real problema radica precisamente en no ver el problema o en querer desarticularlo mediante lógicas combativas que solo contribuyen a agravarlo.
No se puede combatir el mal con el mal como afirmaba León Tolstoi, y a la larga nuestra historia es una vitrina abierta de los fallidos intentos por restablecer un nuevo, y mejor, orden mediante la resistencia armada, la legitimación de la violencia, la exaltación del odio, o la arrogancia de la verdad.
Como bien observa Boaventura de Sosusa “El poder es siempre expresión de relaciones desiguales que permiten a quien lo tiene representar el mundo como suyo y transformarlo de acuerdo con sus necesidades, intereses y aspiraciones, sea ese mundo la familia, la empresa, la comunidad, la escuela, el mercado, la ciudadanía, el globo terrestre[4]. El problema radica precisamente en el ejercicio del poder, y en la pérdida de un ejercicio de vigilancia activa que permita ejercerlo sin dominio. Asumiendo que esto fuera posible, se necesitaría un mecanismo interno de resistencia ante los efectos nocivos del poder tanto de quien lo recibe como de quien lo ejerce.
Es aquí donde entra, precisamente la necesidad central de cultiva una “inquietud por uno mismo”, como práctica de resistencia a las trampas del poder y el ego. La necesidad de desarrollar una espiritualidad como antesala del ejercicio del buen gobierno. En el «último Foucault», se despliega precisamente, una redefinición de su noción de resistencia que adoptará la forma de un combate. Un combate que, sin embargo, no reproduce un modelo antagonista de amigo/enemigo, como tampoco se circunscribe a las relaciones de poder. Es un combate que apuesta por desafiar nuestros modos de ser, pensar y relacionarnos para llevarlos más allá de sí mismo[5].
Este ejercicio, es el único que puede fundar una verdadera ética del convivir, y, por consiguiente, un nuevo horizonte político, que nos permita transitar hacia un nuevo mundo, donde todos los mundos sean posibles. A través de esta inquietud de sí, el sujeto da a su vida la forma de una vida política. Una vida política que no tendrá por misión convencer ni confrontarse con los demás, sino que tratará de hacer de ella, en sí misma, a través de sus prácticas, un desafío ante las limitadas formas que aceptamos como vida[6].
Esta puede ser la vía, que conduzca a la gran vía de un desarrollo humano pleno e integrado, que nos permita sortear las graves amenazas de esta gran crisis civilizatoria ¿es posible hacerlo? Desde luego que sí, puesto que el fundamento del cambio radica precisamente en nuestra autodeterminación y capacidad transformadora, en un vivir pleno y esperanzador, que lejos partir de la identidad del sujeto, parte de la no-identidad de la experiencia, es decir, de la grandiosa oportunidad de resignificar y dotar momento a momento nuestra existencia.
[1] E. Morin (2004): El Método, Tomo 6. La Ética, Paris, Seuil, col. Points, p. 224.
[2] De Sousa Santos Boaventura. Democracia y Transformación Social, primera edición en español, 2017. Pág.14
[3] Brown Wendy. El Pueblo Sin Atributos. Editorial Malpaso, primera edición, 2016.
[4] De Sousa Santos Boaventura. Democracia y Transformación Social, primera edición en español, 2017. Pág 259
[5] Jordana, Esther. “La inquietud de sí contra la quietud del mundo el último Foucault: de la resistencia al combate”. Revista Espai en Blanc, Barcelona. 01.10.2012.
[6] Jordana, Esther. “La inquietud de sí contra la quietud del mundo el último Foucault: de la resistencia al combate”. Revista Espai en Blanc, Barcelona. 01.10.2012.