Reseña extensa del libro “Inteligencia Espiritual: sin espíritus, ni dioses” de Rafael González-Franco de la Peza

En este maravilloso libro Rafael González-Franco se da el ingente trabajo de situar el concepto de “inteligencia espiritual” en el contexto de la sociedad contemporánea, caracterizada por sus riesgos, escepticismos y hiperracionalidad que inevitablemente nos conduce al tedio y a la angustia existencial ¿Cómo vivir con tanta incertidumbre y tanta zozobra? Se pregunta ya en la introducción.

Una salida rápida a esto ha sido volcar la atención hacia oriente y sus prácticas, o el resurgimiento de prácticas ancestrales como el chamanismo, entre otras.  Sin embargo, estas prácticas muchas veces quedan eclipsadas en la lógica del consumo, en el supermercado espiritual que ofrece y promete experiencias de sanación, felicidad y plenitud.

El autor es consciente que la salida no es tan fácil, y que está no pude quedar relegada a prácticas o creencias que no nos son propias.  La crisis de la secularización del mundo, implica también la pérdida del sentido de comunidad y la desconexión con los ritmos de la existencia “vivimos desvinculados del suelo que nos nutre, y de los ciclos estacionales asociados a la supervivencia y a la dimensión festiva y ritual” (Pág.3 Intro). Con lo que se ha dado una pérdida de armonía con los demás y con las diversas formas de vida presentes en el planeta.

Aquí nace la necesidad de ir más allá de las recetas y explorar profundamente en las cualidades y características que unen a las personas que sin ser necesariamente creyentes en alguna divinidad, o practicante de alguna filosofía existencial en particular, viven de tal manera que la gente los identifica como personas bondadosas (Pag.3 Intro). Siendo, el punto de partida de este viaje fascinante que nos invita el autor y que nos llevará a una reflexión filosófica y transcendente sobre la inteligencia espiritualidad y su relación con las distintas fronteras de la exclusión y el dolor humano. Con la certeza de que el desarrollo de esta “inteligencia Espiritual” en el ámbito comunitario puede “dar pie a nuevas narrativas compartidas que finquen la esperanza y la acción colectiva para la construcción en el presente de sociedades en las que nadie quede excluido del disfrute de la maravilla de estar vivos y puede, así mismo, darle fundamentos a una ética de la convivencia que reconcilie a los humanos entre sí y a la especie humana con las otras especies y ecosistemas que la nutren(Pág.5 Intro).

Pero para avanzar en los planteamientos, es fundamental comprender en profundidad su concepto de Inteligencia Espiritual, que estará íntimamente vinculado a la antropología filosófica del español Xavier Zubiri y su noción de Inteligencia Sentiente. Para Zubiri es necesario superar la constante contraposición en el pensamiento filosófico entre sentir e inteligir, entre sensibilidad y entendimiento (inteligencia o razón), entre sensación e intelección, por eso propone la noción de “inteligencia sentiente” por la que el ser humano, antes que al animal racional al que nos hemos acostumbrado, es un animal con una particular forma de estar en el mundo dándose cuenta de ello, no por pensarlo sino que por sentirlo. Un sentir que en todo caso no refiere a la sensibilidad afectiva, sino a algo previo, tanto a esta como a la razón[1]. La inteligencia sentiente precede a la razón y es su fundamento. Es una especie de consciencia primigenia básicamente intuitiva de la realidad. Es lo que conoce “lo real” antes de ser conceptualizado. Porque podemos “inteligir” es que tenemos “inteligencia”, en este sentido Zubiri dirá: Inteligir no es razonar, es “aprender lo real como real” (pág. 3 Intro). Esta condición del ser humano, le permiten ser “un animal de realidades”, un animal que hace del mundo algo abierto. A partir de esta operación podemos integrar en un mismo acto el sentir y pensar el mundo. Esta condición “sentipensante” es la base de nuestra comunicación y capacidad de cooperar en el mundo.

Para el autor esta inteligencia Sentiente es la posibilitadora de todas las demás formas de inteligencia y a partir de ella emerge la trama vincular que nos conforma mediamente el intercambio afectivo y la comunicación (pág. 5 Intr.). Esta cualidad gregaria del ser humano, permitió justamente el desarrollo de la anatomía cerebral y la adquisición de funciones cada vez más complejas. Pero no debemos olvidar que junto con la capacidad de raciocinio y de lenguaje propias del homo sapiens, somos al mismo tiempo, y en igual importancia homus cantus, homus musicus, homo ludens y homus ridenes (pág. 6 intr).

Estas cualidades finalmente nos permiten transformar el mundo y recrearlos gozosamente. Aquí el autor pone un énfasis muy interesante la importancia del canto, la danza y el juego en nuestra evolución y en la configuración de los múltiples tipos de inteligencia (racional, emocional y espiritual).

Otra advertencia presente en el libro dice relación con la fragmentación del mundo a partir de su complejización, operación por la cual hemos tenido que pagar un precio demasiado alto. Necesitamos volver a enfoques que permitan apreciar la totalidad del fenómeno humano o al menos la integración e interdependencia de sus partes. Haciendo referencia a la obra de autores como Frijof Capra, Arthur Koestler (teoría de los holones), Eusebio Rubio (teoría de la sexiualidad humana) el autor nos invita a comprender que “la diferenciación de inteligencias tienen sólo un sentido analítico…hay solo una inteligencia, fundada sobre la inteligencia sentiente, que tiene por subsistemas: el racional, el emocional, el espiritual, ninguno podría existir por sí mismo porque están imbricados, interconectado y mutuamente determinado con los demás” (Pág.9 Intr).

A partir de esta concepción el autor se separa de la obra pionera de Dana Zohar y Ian Marshall sobre la temática, titulado precisamente “Inteligencia Espiritual”. Donde se sitúa la inteligencia espiritual como base de la inteligencia emocional y racional. Pero tal vez la diferencia más importante está, en que a pesar que Zohar y Marshall, centran sus esfuerzos por fundamentar su noción de inteligencia espiritual en las neurociencias no dejan de hacerlo desde una perspectiva “ultramundana”, al afirmar que cierta región del entramado cerebral tiene un canal directo con lo que llaman “el ser universal”. Puesto que el autor sitúa esta inteligencia al margen de cualquier consideración fuera del mundo (pág. 11 intr).

De ahí emana su noción de inteligencia espiritual “como la vivencia plena de nuestra humanidad, integrando conciencia de nuestra propia conciencia con nuestra sensibilidad y nuestra dimensión emocional, poniendo en perspectiva y dándole su justo valor al hecho de estar viviendo esta vida, de estar siendo en el mundo, en clave de trascendencia de la inmediatez de la sobrevivencia y la satisfacción superficial de ciertos impulsos, ya sean biológicos o estrictamente culturales (pág. 11 Intro.). Para sostener finalmente que “la inetligencia espirirtual es entonces la posibilidad, dada por la inteligencia sentiente, de aprenhender de lo real todo aquello que, siéndole propio, tiene un carácter transcendente –no en sí mismo, sino que para nosotros- Todo lo que pertenece al universo de significados y sentidos dados al mundo, a la vida y a la existencia, y las formas de estar en el mundo que ahí se desprende” (pág. 11 Intro.).

A partir de esta definición el autor se adentra en cómo se muestra o florece el mundo a quienes cultivan la inteligencia espiritual, señalando que a partir de ella es posible vivir en el asombro y gratitud por tener la oportunidad de haber nacido y poder atestiguar la maravilla de la vida, desde la intuición del misterio y la vivencia de lo sagrado (Pág. 1 Cap. 2). Dicho de otro modo, el asombro y la gratitud son el producto de un acercamiento espiritual al mundo.

El asombro es la sorpresa ante lo extraordinario de lo común, de lo ordinario. Es en esa paradoja donde podemos percibir profundamente lo real y pasar a la admiración. La admiración como el inicio de la sabiduría. Esta cualidad la perdemos si damos un orden teleológico a la existencia, por el contrario, lo realmente asombro es que el cosmos está pudiendo no haber sido, “ahí está el mundo como un milagro brotado de la nada[2]  A partir del asombro dirá el autor “el estar en el mundo no puede ser vivido de modo rutinario, no hay cabida para la monotonía ni para el enfado” (pág. 2 Cap. 2) se abre una perspectiva gozosa de la vida. Pero al mismo tiempo dicho asombro nos hace conscientes de fragilidad y finitud, lo que nos mueve hacia un recogimiento silencioso y respetuoso que nos coloca en lo inefable.  

La gratitud por su parte, nace de la certeza que el estar vivos no responde a ningún merecimiento, hemos sido obsequiados por la vida sin pedirlo y ganárnoslo, no es algo dado a condición de reciprocidad, es por tanto una gratitud incondicionada. La inteligencia espiritual hace de la gratitud una forma de ser, una manera de habitad el mundo, una habitud (pág. 3 Cap. 2).

El asombro y la gratitud posibilitados por la inteligencia espiritual nos predisponen a la conciencia del misterio. El misterio de que en todo lo que existen, in-siste una dimensión que no nos es accesible, sólo lo podemos intuir de cierta manera. El misterio es aquello que queda por fuera de lo que existe pero que está en todo lo creado. Vacío que no es la nada, que es el fondo de todo, “abismo originario, desierto, desnudez” como decía el maestro Eckhart. No puede ser atrapado ni descrito por conceptos, dicho con palabras, pero es por lo que las palabras se expresan (Pág. 4 Cap.2).

El límite de la razón se llama misterio. El misterio es algo que no podemos cruzar, y hacer ese esfuerzo resulta justamente un sinsentido en el que muchas religiones o creencias suelen caer. Citando una vez más a Luis Villoro “ante el misterio sólo podemos estar callados y reverenciarlo” (Pág. 5 Cap.2). Sin embargo, el autor rescata tres formas que nos predisponen de manera privilegiada a entrar en el estado de intuición del misterio: una es el adiestramiento silencioso a nuestra propia conciencia personal; la otra es la contemplación extasiada y agradecida de las maravillas del mundo y la emoción estética; y otra es la del hermanamiento en momentos explícitos de la contemplación y celebración colectiva con quien constituye nuestro referente comunal (Pág. 5 Cap.2).  

Finalmente, el autor terminará su segundo capítulo haciendo referencia a lo sagrado, como aquello que es una mediación ante el misterio. Gracias a lo sagrado podemos establecer una relación con el misterio no para develarlo, sino que para reconocerlo, venerarlo y agradecerlo. Lo sacralizado deviene sagrado, por eso tenemos múltiples formas de expresar lo sagrado.

La inteligencia espiritual debe ser cultiva, fomentada y enriquecida. Podemos hablar entonces de la necesidad de una educación para la inteligencia espiritual, como lo es para la emocional y racional (Pág. 1 Cap3). Esto supone hacer de nuestra apertura al mundo un ejercicio intencionado y persistente. Porque la plenitud humana está dada en su apertura al mundo.

En el ejercicio de esta apertura, nos encontramos primero con la apertura a uno mismo, a nuestra condición inmanente y transcendente. Pero esta apertura, abreva necesariamente del silencio. Sólo en el silencio podemos dejar pasar lo que nos preocupa, nos inquieta, y perturba de cada día para serenarnos y permitir que las cosas tomen su justo lugar. Por eso sin silencio no hay forma de encontrar nuestra propia palabra, la que surge de lo más profundo de nosotros (Pág. 2 Cap.3).

También la apertura supone una apertura a los otros en nuestras vidas, estamos vertidos los unos en los otros – como dirá Zubiri – los otros están en nuestra vida determinándola y nosotros estamos en la vida de ellos. A partir de esta apertura a los demás deviene la solidaridad, como esa preocupación recíproca de sostener nuestro estar en el mundo. En esta solidaridad nace la empatía profunda de reconocer y honrar la presencia y la vida de cada persona. Quien cultiva la inteligencia espiritual nada humano le es ajeno (Pág. 4 Cap3).  Pero se puede ir incluso más allá y cultivar un profundo sentido de compasión, que como nos recuerda Bárbara Fredrickson “enfrenta la negatividad del sufrimiento con la positividad del amor, la aceptación y el interés, (por eso suponen) estar física y emocionalmente presentes, interesados y centrados” (Pág. 4 Cap3). 

En tercer lugar, quien cultiva la inteligencia espiritual también se abre al mundo. A la maravilla y fragilidad de nuestra biósfera y su biodiversidad. A nuestro deber en el cuidado de esta casa común tanto como en el cuidado de nuestra propia casa. Aquí nace el compromiso político, no en el sentido partidista ni el deseo de obtener algún cargo público, sino en el deseo profundo de asegurar el bien común tanto del que gobierna como del que es gobernado (Pág.9 Cap3). La actitud política de quien cultiva la inteligencia espiritual, nos recuerda el autor, es indignarse ante la injusticia, no tolerar el abuso, enfrentar a los tiranos, a los violentos, a los que discriminan, tomando partido por las causas del bien común y compartiendo acciones colectivas para asegurarlo (Pág.9 Cap.3).    

Finalmente, el autor, nos invita a observa como esta actitud de apertura al mundo guarda una profunda dimensión festiva. La cual es una de las realizaciones más gratificantes de nuestra humanidad, puesto que refuerza los lazos que nos unen a los demás y nos reconcilia con la tierra (Pag. 9 Cap.3). Celebrar es la consciencia de estar vivos, dejándonos empapar por la magia y maravilla de la vida, es darle el golpe a la magnificencia del cosmos y todo lo que contiene (Pág10 Cap.3). Celebrar es, así como la ternura, un acto de reivindicación política. Que nada nos quite la risa, el canto, el baile, y la fiesta caminando juntos.

Luego de esta profunda revisión del concepto de inteligencia espiritual que tiene a su base la inteligencia sentiente, el autor propone un adentramiento en aquellos lugares donde la inteligencia espiritual podría aportar a los malestares del mundo. Y lo hace en primer lugar adentrándose nada menos en la cuestión del mal, y su legado de daño y muerte. Es aquí donde el autor profundiza en las teorías explicativas de la maldad humana, intentando indagar en sus formas y naturaleza, para finalmente acordar que cualquier explicación debe buscarse estrictamente en la naturaleza humana. En esta constitución psíquica dual: Sukha y Dukha como dirán los budistas, placer y muerte, bondad y daño, etc. Finalmente, de ¿qué dependerá el afloramiento de una y otra? De la que se alimente más como ilustra el autor a partir de ese maravilloso relato Cherokee.

Se trata, por tanto, de un problema cultural donde se naturalizan y legitiman ciertas prácticas que producen y reproducen la violencia, que marcan las biografías personales y se disponibilizan como mecanismos de relación. Es precisamente ahí donde juega un papel fundamental la inteligencia espiritual propuesta en el libro, al permitirnos en primer lugar reconocer y aceptar nuestra propia naturaleza humana, para después comprometernos por un trabajo incansable en aras del bien. Sitando a Morin y a Kenr “Debemos detener la maquinaria infernal permanente que fabrica, sin cesar y en todas partes, crueldad con crueldad….una de las finalidades planetarias profundas es la resistencia contra la criueldad en el mundo[3]”. El cultivo de la inteligencia espiritual nos hace más sensibles y atentos al dolor del otro, movilizándonos a actuar incansablemente contra toda injusticia y acto de crueldad (Pág. 5 Cap.4).

Posteriormente, el autor indaga sobre la muerte y el sentido de la vida, otra frontera compleja de nuestra existencia que la inteligencia espiritual nos llevará a ahondar. A propósito de nuestra finitud y muerte tenemos la posibilidad de dotar de sentido nuestra existencia. Este sentido de vida conjuga dos connotaciones, nos dirá el autor. La primera es la respuesta al por qué y para qué de nuestras vidas. La segunda es orientación, corresponde a la dirección que queremos darle a nuestro Ser y Estar en el mundo, hacia dónde queremos ir, qué mundo queremos construir. Lo primero responde a lo que es propio de la vida, lo segundo al acto voluntario de decidir qué queremos hacer con ella (Pág. 1 Cap.5). Aquí nos adentramos en lo que Víctor Frankl llamó “voluntad de sentido”, aquella primera fuerza motivante del ser humano.

Aquí el autor evidenciará que quien cultiva la inteligencia espiritual vive para vivir porque reconoce, valora y agradece el estar vivo como un privilegio, como una posibilidad maravillosa. Y eso es suficiente porque lo colma todo (Pág. 2 Cáp.5). En otras palabras, la apertura al mundo y al misterio son en sí suficiente fuente de sentido para la vida o dicho de otro modo para el inteligente espiritual el sentido está en la vida misma, y todos los pequeños actos que la acompañan.

El desafío mayor está en la aceptación de la muerte de quienes amamos. Aquí el dolor el inmenso puesto que como ya se dijo, estamos vertidos los unos a los otros, y como dirá Savater “no sabemos qué hacer ni cómo desprendernos de nuestra parte de la soga, la que permanece, querámoslo o no en nuestras manos. Lo peor de los muertos es que, aun ya estando muertos…!Siguen pareciéndose tanto a los vivos! Nos duelen después de la muerte[4]”.  Aquí es donde la inteligencia espiritual nos habla de la necesidad de aceptar el dolor y procesar el duelo, de acompañarnos.    

Finalmente, el autor hace un agudo análisis sobre la búsqueda inquietante de la felicidad, de la que tanto se habla. Al respecto observa parafraseando a Frankl que la búsqueda de la felicidad equivale realmente a una contradicción: mientras más la perseguimos menos la encontramos (Pág.7 Cáp.5). Haciendo propio ese entendimiento quien cultiva la inteligencia espiritual no le preocupa ser feliz. Porque esta no es algo que se conquista o se alcanza, sino que por el contrario llega como consecuencia de nuestra apertura al mundo vivida a conciencia y con dedicación. Citando al M. Corbi “Ningún agua es capaz de saciar la sed sino es el agua que brota de la propia fuente. Sólo la fuente que brota dentro sacia nuestra sed, las fuentes de afuera no dan agua viva[5]”.   

El capítulo 6, está dedicado a una aguda crítica a las diversas concepciones que han legitimado una supremacía humana en nuestra forma de estar en el mundo. En este sentido, la inteligencia espiritual es motivo de esperanza, ya que no solo nos ayuda a dotar de sentido nuestra propia experiencia, sino que también puede dar pie a nuevas narrativas compartidas que finquen la esperanza, la solidaridad, y la cooperación para la construcción de sociedades en las que nadie quede excluido del disfrute maravilloso de estar vivos (Pág.1 Cap.6). Junto con facilitar los fundamentos de una nueva ética de la convivencia que nos reconcilie con las demás especies y ecosistemas.      

Para caracterizar esta crisis el autor se nutre del concepto de “antropoceno” que es entendido como “una nueva era geológica que se caracteriza por el incremento en el potente y lesivo accionar de la especie humana sobre el planeta, en especial a partir de los dos últimos siglos…catalizando el aceleramiento del cambio climático de origen natural, con efectos inciertos y consecuencias adversas para muchas especies, incluyendo la propia humanidad[6]”. La lógica subyacente a este modelo, es el extractivismo, afianzado en un modelo económico desigual y depredador que no acepta límites.  

Estamos ante una verdadera “crisis civilizatoria” ya que se ha producido la enorme paradoja entre la generalización de los ideales de la ilustración, de la ciencia y la técnica, como portadora de progreso y el estado emergente de fragilidad y vulnerabilidad en el que vivimos producto de la crisis ambiental, social y económica (Pág.6 Cap.6).

En el núcleo de esta crisis civilizatoria anida una crisis ética, que incluso se puede concebir como una crisis espiritual como afirmará el propio Leonardo Boff, por eso “sino hacemos una revolución espiritual no vamos a salir de la crisis que afecta a la totalidad del sistema tierra y del sistema vida”. Es necesario ir al fondo, a las causas profundas que determinan ciertas formas de producción y modos de consumo suntuarios y derrochadores, que no contribuyen a la realización humana y que de paso ponen en peligro a todo nuestro ecosistema.

Por eso como advierte magistralmente el autor, esta crisis civilizatoria es una crisis del conocimiento, de nuestro conocimiento sobre el estar en el mundo. Como afirmará Enrique Leff se trata de una crisis de conocimiento, dado un patrón a través del cual “la humanidad ha construido el mundo y lo ha destruido por su pretensión universalista, generalidad y totalidad; por su objetivación y cosificación del mundo[7]”.  

Ya al término de su obra Rafael desarrolla un capítulo titulado “una ética y una estética para el siglo XXI” en el cual se hace cargo de presentar los fundamentos para una ética de la convivencia que reconcilie a los seres humanos entre sí, y a la especie humana con otras especies y los ecosistemas que lo nutren (Pág. 1 Cap7).  El principio rector de esta ética es definir los referentes de nuestra forma de desempeñarnos vitalmente, o como dijo Vittorio Foa “la manera mediante la cual encaramos la relación entre nuestra vida y la del mundo”. Para esto el autor apelará el concepto aristotélico de Eudaimonia, que podríamos traducir como el cultivo de nuestro máximo potencial, la consecución del mayor bien posible de alcanzar. Y ¿cuál puede ser ese mayor bien? Pues que nuestro estar en el mundo sea la realización plena de nuestra humanidad, viviendo nuestro potencial sentipensante al máximo, abiertos a nosotros mismos, a los demás y a nuestro entorno (Pág. 3 Cap.7).

Pero el concepto de Eudaimonia debe ser entendido en su posibilidad colectiva, es decir, más allá de la realización personal propia de la ideología del antropoceno donde cada quien debe trabajar y competir duro para su propio beneficio. Por el contrario, se debe buscar una nueva ética comunal, que nos revincule solidariamente y que permita el resurgimiento de una cosmovisión integral de la vida basada en la co-existencia armoniosa espacial y temporal de los seres humanos y la naturaleza (Pág.4 Cap.7).

Podríamos hablar entonces de una “ética del cuidado” basada en el tejido de redes de soporte con sentido comunitario de la vida y sus prácticas cotidianas. El cuidado es lo opuesto a la violencia, es la actitud atenta y dispuesta a procurar el bien del otro en toda circunstancia (pág. 5 Cap.7).  Esta ética del cuidado presupone una actitud activa por la construcción del bien común y por asegurar la dignidad humana.

A esta ética del cuidado motivada por la inteligencia espiritual le corresponde una estética, que será entendida como la recreación del mundo que resulta de su apropiación, independiente del concepto de lo bello. En otras palabras, la capacidad humana de recrear gozosamente el mundo mediante obras y actos que dan cuenta de nuestra capacidad creadora.

Porque el Antropoceno está caracterizado por demasiada técnica y muy poca estética, frente a la transformación utilitaria del mundo debemos anteponer su recreación estética. Contraposición entre técnica y estética o entre prosa y poesía como advertirá E. Morin “prosaicamente (trabajando, fijándonos objetos prácticos, tratando de sobrevivir) y poéticamente (soñando, cantando, gozando, amando) habitamos la tierra (Pág.10 Cap7).

La obra concluye con un relevante epílogo donde el autor sintetiza parte de sus postulados. En una parte de este apartado señala “la espiritualidad es vivir la conciencia profunda de nuestro ser en el mundo” (Pág. 1 Epílogo). A su vez sostiene que la inteligencia espiritual nos sustrae del centramiento abstraído en nosotros mismos, nos saca del capullo del ensimismamiento y nos lleva a reconocernos parte de las comunidades cooperando en el mundo en el que quepamos todos y todas desde una ética del cuidado, generando comunión (Pág.1 Epílogo).

La solución para los grandes problemas de la humanidad pareciera no estar en el desarrollo de mejores avances técnicos y científicos, sino por el contrario en la necesidad de una transformación cultural y espiritual que pueda instaurar una nueva forma de estar en el mundo. ¿Hay entonces motivos para la esperanza? Claro que los ahí, porque como señala el autor a partir de una cita de L. Boff “La esperanza no es una virtud entre tantas otras. Ella es mucho más: es el motor de todas ellas, es la capacidad de pensar lo nuevo, es el coraje de pensar otro mundo posible y necesario; es la osadía de proyectar utopías que nos hacen caminar…[8]  


[1] Xavier Zubiri. Inteligencia Sentiente. 1984.

[2] Luis Villoro. La significación del silencio y otros ensayos. 2016. Pág. 173

[3] E. Morin y A.B. Kenr. Tierra-Patria. 2005. Pág 12

[4] Savater. “La vida Eterna”. 2007. Pág. 12

[5] M Corbi. “Hacia una Espiritualidad Laica”. 2007. Pág. 209

[6] Jeffer Chaparro Mendivelso e Ignacio Méndez Arias. “El Antropoceno: aportes para la comprensión del cambio global”. 2015.

[7] Enrique Leff. “Más allá de la interdisciplinaridad: racionalidad ambienta y diálogos de saberes”. Ponencia en seminario internacional Diálogos sobre la Interdisciplinaridad, Guadalajara, 27 y 28 de septiembre 2004.   

[8] Leonardo Boff. “La esperanza no puede morir”. América Latina en movimiento. 2018.  

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