[1] Este texto fue preparado para la segunda sesión del webinar Seguridad Humana y Gobiernos Locales titulada “Niñez, Juventud y Violencia en Contextos de Encierro” organizado por el Centro de Seguridad Urbana de la Universidad Alberto Hurtado el 15 de julio 2020.
La pandemia del Coronavirus en la que nos encontramos inmersos ha actuado como un amplificador de las brechas socio económica y a su vez como un catalizador de múltiples malestares en los diversos planos.
De por si la pandemia ha significado una importante restricción de nuestras libertades (movimiento, recreación, reunión), lo que en ocasiones viene aparejado de una significativa pérdida de nuestras capacidades y recursos para construir nuestros proyectos y trayectorias vitales, lo que no hace posible medir las reales consecuencias de esta crisis.
La buena noticia, de que este virus no se expresa con agresividad en niños y niñas[1], ha traído como consecuencia su casi completa invisibilidad durante la pandemia. Niños, niñas y mucho menos los adolescentes no figuran como centro de atención en los medios, en el debate público y en las políticas gubernamentales. Si no fuera por el ansiado debate sobre retorno a clases la vida y futuro de niños, niñas y adolescentes parecería no existir.
Estamos minimizando peligrosamente las consecuencias que tendrá la pandemia sobre varias generaciones de ciudadanos, que cargarán con las consecuencias de nuestras indecisiones y falta de visión y liderazgo. Nada afecta tanto, en el sano desarrollo evolutivo de un niño, como la incertidumbre e inseguridad prolongada, siendo este es uno de los vínculos entre la concepción amplia de la Seguridad Humano y los estudios sobre adolescencia e infancia. Podemos preguntarnos ¿Cómo construir espacios seguros para niños, niñas y adolescentes en contextos de inseguridad prolongada? ¿Cómo articular redes de protección y apoyo? ¿Cómo garantizar que las familias contribuyan al sano cuidado y desarrollo de los niños cuando muchas familias viven precarizadas social y afectivamente?
Las respuestas a estas preguntas difícilmente serán auspiciosas mientras persistan ciertas visiones reductoras de la infancia y adolescencia, que la pandemia a develado con una fuerza inusitada.
En primer lugar, la crisis sanitaria a dejado en claro que el “homos economicus” es el principal centro de atención para buena parte de nuestra clase política, somos primero consumidores y luego ciudadanos. Y, por ende, las prioridades e inversiones trascendentes irán en primer lugar a la reactivación y protección económica, y no a al cuidado y protección de grupos sin incidencia en ella.
En segundo lugar, porque la crisis del coronavirus ha confirmado que niños, niñas y adolescentes son concebidos como sujetos de protección más no como sujeto de derecho. Dos hechos recientes ilustran bien esta concepción, el primero de ellos, acontecido el 27 de nov. 2019, fue el rechazo del proyecto de ley para que mayores de 14 años pudiesen sufragar. Entre los principales argumentos esgrimidos para negarse a la iniciativa estuvieron la falta de madurez de los menores y las inconsistencias que se producirían porque no tienen plena capacidad civil[2], sin embargo, mucho de los votantes avalan que sean imputables penalmente en el régimen juvenil y que se les aplique medidas coercitivas como el control preventivo de identidad. Más terrible aún ha sido el melodrama legislativo para poder llegar a buen puerto con la “Ley de Garantía y Protección Integral de los Derechos de la Niñez y la Adolescencia” y la consecuente creación del Servicio Nacional de Reinserción Juvenil y el Servicio Nacional de Protección Especializada de Niños, Niñas y Adolescentes. Tras cinco años de discusión en el senado, el presidente a mandatado finalmente un veto presidencial para crear estos servicios sin una ley de garantía vigente que estipule claramente cuáles son los derechos de los niños, niñas y adolescentes que el estado debe garantizar.
Y en tercer lugar, porque todos los marcos de acción para la contención de la pandemia se han pensado desde y por los adultos, aun cuando todas las evidencias internacionales apuntan a los niños y niñas no sólo deben ser informados y comprender lo que está sucediendo, sino también ser partícipes de las decisiones que los afectan, a través de estrategias y programas diferenciados de atención que hoy brillan por su ausencia. Esta lógica adultocéntrica, que define a niños, niñas y adolescentes desde y por el mundo adulto, concebido a sí mismo como la única etapa de completud. Legitima discursos y prácticas nocivas para la autonomía y responsabilización de los grupos infanto juveniles. Por ejemplo, recientemente el alcalde de Santiago ha dicho que no se reanudarán las clases hasta que él estime que es posible “brindar seguridad” a los estudiantes (sujetos de protección), sin escuchar la opinión de los diversos estamentos de la comunidad educativa (apoderados, docentes, directivos) y mucho menos la voz de los propios estudiantes. En otras palabras, la autoridad define lo que es protección y lo que es riesgo.
Debemos comprender y asumir de una vez por todas, que en términos de intervención no podemos seguir pensar en la “niñez” o en la “juventud” como una categoría universal, sino en las diversas expresiones y experiencias de ser niños/as y de ser jóvenes. Si bien el enfoque de derecho presupone universalidad, las trayectorias vitales son tan diversas que estos derechos deben ser acompañados con programas especializados y diferenciados.
También debemos asumir que las condiciones de excepcionalidad que supone la pandemia, como por ejemplo el confinamiento, no tiene la misma impronta para adultos, para niños y para adolescentes, los recursos cognitivos y emocionales para manejar y expresar sus aprensiones y angustias no son las mimas. Algunos estudios han planteado la necesidad de investigar las secuelas neuronales del encierro, sobre todo para quienes viven en condiciones de hacinamiento y violencia. Pero esto implica el diseño de programas y estudios de panel, que permitan garantizar un acompañamiento integral y de largo aliento a los menores de edad, opuesto a las lógicas anuales presupuestarias de mucho de los programas que atienden a la infancia.
Posiblemente para la gran mayoría de los niños, niñas y adolescente la pandemia no dejará secuela prolongadas en sus vidas, y rápidamente podrán adaptarse a las nuevas condiciones de normalidad, pero no será la suerte de todos, en especial, para aquellos que han visto o verán vulnerados gravemente sus derechos durante este tiempo y/o están más expuestos a vincularse con diversas expresiones de violencia. Abordaré brevemente algunas de estas infancias que pueden verse gravemente afectadas:
La suspensión nacional de las clases, defendida transversalmente por el espectro político, supone, por ejemplo, la continuidad de estudio para algunos y un paréntesis educativo para otros. Y si nos basamos en el enfoque del curso de la vida, podemos sostener que la pandemia a adelantado la transición hacia la deserción escolar de muchos niños, niñas y adolescente que ya presentaban ciertos niveles de ausentismo, como lo ha admitido con preocupación UNICEF. Si antes de la pandemia la prevalencia de la “deserción escolar” de estudiantes entre los 6 y 21 años de edad oscilaba entre los 138.572 (3,6) y los 222.261 estudiantes (5,9%), al término de la pandemia la cifra será aún mayor. Y claramente no se ve un plan de contención serio para este problema, por el contrario, es probable que se continúe con la tendencia de los últimos años, hacia el recorte progresivo de aportes económicos a las pocas instituciones que ofrecen escuelas de segunda chance.
Otro grave problema está siendo la mayor exposición a la violencia y al abuso con la que deben convivir miles de niños/as, que más encima están imposibilidad de salir y recurrir a redes de apoyo. El llamado a quedarse en casa, supone implícitamente que esta es un lugar de protección y cuidado, pero para muchos es justamente lo contrario, puesto que ciertas violencias y delitos se dan preponderantemente en la casa, siendo la escuela, el barrio o incluso la calle el lugar seguro. Si ya existía dificultad para la detección y tratamiento de la violencia infantil, ahora con escasa visibilidad de las dinámicas al interior de los hogares es de esperar un panorama desalentador.
Ya en el 2017, según datos de la 3era Encuesta Longitudinal de Primera Infancia, el 62,5% de las y los niños de 1 a 12 años habían sido víctima de algún tipo de maltrato violento, psicológico y/o físico como método de disciplina por parte de sus cuidadores. Esta cifra podría alcanzar magnitudes nunca antes registradas producto del confinamiento, dada su incidencia en el stress psicológico, que gatilla una serie de neurotransmisores que nos hacen más propensos a la irritación y la violencia.
De momento no tenemos cifras claras sobre la magnitud de este problema. Hay una opacidad abismante en las cifras sobre violencia y niñez. Es un desafío urgente contar con una plataforma o institución que integre diversos indicadores vinculados a esta temática. Hoy en día los alcaldes tienen dificultad para saber quiénes son y donde viven los niños, niñas y adolescentes desertores de su comuna, y ni hablar de cifras actualizadas sobre problemas de salud mental, conductas disruptivas o violentas, embarazos adolescentes, etc. La subsecretaría de Prevención de Delito optó, por ejemplo, por contar con un monitoreo mensual de los delitos de mayor connotación social mediante el Sistema Táctico de Operación Policial (STOP), pero no por un sistema que mandate reunirse a todos los actores vinculados a infancia a revisar y monitorear información relevante.
El trabajo infantil será otra dolorosa línea de atención y debate. La crisis económica asociada a la pandemia significará un aumento ostensible de la pobreza, en especial en áreas urbana, lo que traerá aparejado que un número significativo de niños, niñas y adolescentes salgan a trabajar para lograr el sustento familiar. Esto nos obligará a un debate sobre la condena y erradicación de cualquier forma de trabajo infantil o la aceptación de ciertas formas de trabajo infantil bien reguladas y contenidas, lo cual supone un debate incómodo pero necesario como consecuencia del costo de vivir en un país incapaz de garantizar un ingreso mínimo familiar.
Los niños, niñas y adolescente en situación de calle se constituyen probablemente como el grupo infanto juvenil más afectado e invisibilidad por la pandemia. Según el último conteo nacional liderado por el Ministerio de Desarrollo Social y la escuela de Sociología de la Universidad Alberto Hurtado[3], da cuenta de 547 NNA en situación de calle, los que se concentran principalmente en la región Metropolitana (26%), Los Lagos (14,3%), Valparaíso (12,6%) y Bio Bio (10,8%). Con la pandemia mucho de ellos se han visto desplazado, criminalizado o han perdido sus pocas redes de apoyo entre locatarios y usuarios del espacio público.
Finalmente tenemos la delicada situación de los NNA que viven en residencia o bajo la tutela del Estado en los diferentes centros del SENAME, institución que como sabemos se encuentra en una profunda crisis antes de la pandemia. El 9 de junio se confirmó la primera muerte de un menor dentro de las dependencias del SENAME, y aunque este es un dato alentador, dado el complejo historial médico de muchos de los NNA residentes en SENAME, no existe de momento un estudio integral que permitan vislumbrar los efectos de la pandemia al interior de las residenciales.
Pero será difícil esperar resultados positivos puesto que, por ejemplo, en un instructivo institucional fechado el 2 de mayo queda estipulado “la suspensión total de las visitas presenciales de familiares o referentes significativos”. También el documento muestra cómo existen otra serie de restricciones respecto a las horas y forma de trabajo con los educadores, el ingreso de objeto a las residenciales y la restricción de salidas, lo que debe estar causando un retroceso significativo en los procesos terapéuticos. Pero lógicamente estas problemáticas están pasando desapercibidas porque se trata de una infancia de la que no nos queremos hacer cargo.
Ante este escenario poco alentador, es imprescindible una mejor optimización y coordinación de los recursos destinados hacia la infancia, y la inmediata activación de toda la institucionalidad orientada al reconocimiento, protección y reparación de niños, niñas y adolescentes vulnerados.
En este sentido parece acertado otorgar a los municipios los recursos y capacidades adecuadas para la atención primaria de salud para niños, niñas y adolescentes, pero junto a ello se les debería otorgar una mayor autonomía y protagonismo para la gestión de programas especializados de atención para casos de mayor complejidad, y a su vez mayores atribuciones de fiscalización y acompañamiento en caso de derivación.
Estamos llegando tarde, y el trabajo reactivo e intermitente desgasta profundamente a miles de profesionales que trabajan en primera línea con estos grupos. La seguridad Humana, como enfoco integral de la gestión de las vulnerabilidades y riesgos ofrece una oportunidad inmejorable para pensar y ejecutar una política integral de garantía y protección, pero esta debe hacerse con y desde las miradas y liderazgos de niños, niñas y adolescentes.
[1] Desgraciadamente un estudio reciente del Observatorio de la Niñez y Adolescencia evidencia una fuerte alza en los casos de NNA contagiados, si al 30 de marzo la cifra era de apenas cien casos, al 12 de junio ya teníamos 12385 NNA contagiados. Además, en solo un mes los niños y niñas que han requerido hospitalización han experimentado un alza del 425 por ciento y 34 ya han fallecido, de los que 19 tenían entre 0 y 4 años. Más información en: http://www.achnu.cl/
[2] https://www.senado.cl/rechazan-proyecto-que-proponia-rebajar-la-edad-para-sufragar/senado/2019-11-27/204104.html
[3] El informe ejecutivo se encuentra disponible en: http://www.desarrollosocialyfamilia.gob.cl/storage/docs/Resumen.Ejecutivo_Conteo_NNASC_05.05.2019.pdf