RECONSTRUCCIÓN O EL DESPERTAR HACIA LO (IM)POSIBLE

21 de Octubre, 2019. Sin Publicar.

La grave crisis política-social que atraviesa nuestro país nos exige un sentir, pensar y actuar elocuente y profundo, que en primer término asuma la necesidad de superar visiones rígidas y reduccionistas, que nos vuelven a colocar en posiciones antagónicas. Basta de engañarnos con la idea infantil que la crisis se trata de una lucha de unos contra otros (pueblo contra élite, gente de esfuerzo contra lumpen, demócratas contra anarquistas, políticos contra ciudadanos, etc.).

La gran característica de esta crisis, a diferencia de otras, es la instalación de una inquietud colectiva sobre las condiciones necesarias para superarla. La instalación de una sensación de incertidumbre donde cualquier medida parece insuficiente o imprecisa para contener el malestar social y cultural que ha invadido todas las esferas y estratos sociales. ¿Cómo abordarla entonces? ¿Cómo administrar una crisis que resiste a ser coartada por voceros o reducida a demandas concretas? ¿Cómo comenzar la reconstrucción algo de lo que no se tienen claridad absoluta?

Asumir estas condiciones es tal vez el primer ejercicio para avanzar hacia nuevas posiciones. El peor enemigo es la ansiedad de querer arrogarse las soluciones al problema. De hecho nada parece más inapropiado que respuestas simplistas condensadas en frases ya emblemáticas como: “Estamos en Guerra ante un enemigo poderoso” “El pueblo Despertó” “Tendremos que compartir nuestros privilegios”. Hay que ser un poco más profundo y precisos que eso, y tal vez debemos renunciar inicialmente a la pretensión de que la solución se encuentre instalada allá “afuera”, en la necesidad de un nuevo pacto social (que me parece imprescindible), sin antes cuestionarnos seriamente los fundamentos de nuestro sentir, nuestra responsabilidad, y nuestros propios puntos de vistas.     

Porque para superar esta crisis no alcanza como dijo Morel con compartir nuestros privilegios, sin cuestionarnos primeramente ¿por qué nos arrogamos la necesidad de vivir con privilegios? ¿Qué nos hace sentir merecedores de estos privilegios? No basta con decir “el pueblo despertó” ¿despertó de qué? ¿Despertó hacia dónde? ¿Despertó acaso de la necesidad de abolir todas las expresiones de abuso, partiendo por las propias prácticas abusivas? ¿Despertó de la tutela ideológica y ahora tiene las condiciones y valentía para pensar por sí mismo? O la idea de despertar sólo queda relegada a la conciencia que está siendo abusado por un “otro” privilegiado y que dicho abuso es la fuente de todo su malestar.  La noción de despertar tiene una fuerza transformadora que no debiese quedar solamente relegado a lo último. Puesto que sabemos que por desgracia, en una sociedad estructurada por el consumo (en la cual participamos todos), donde hemos puesto la realización existencial y el reconocimiento social en la consecución de gratificaciones materiales, ya no es necesario un otro que te discipline o explote, como reconoce lúcidamente Byung-Chul Han en su ensayo sobre la Sociedad del Cansancio  “El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado.”  

En este sentido, escapar al tedio y vacío existencial del consumo (alta gratificación para luego caer en desuso rápidamente) implica refundar una forma de relación con uno mismo, los demás y las cosas, que va mucho más allá de la desigualdad económica. Por desgracia el alto nivel de endeudamiento en Chile, no responde en la mayoría de los casos (aunque por supuesto que los hay) a la imposibilidad de llegar a fin de meses para cubrir las necesidades básicas, sino en la necesidad de cumplir con el mandato de una sociedad de consumo donde nunca debo dejar de desear.  El deseo sólo desea el deseo dirá Bauman, y es posible que incluso parte de la efervescencia social de este movimiento termine subsumida bajo esa lógica “Máxima excitación inmediata para luego caer en desuso”.

Tan grave como reducir el problema a soluciones simplistas, es pretender que el tiempo solucione por si solo las cosas, y que basta voluntad para que todo vuelva a la “normalidad” añorada que un grupo de “incivilizados” quiere arrebatarnos. Asumir esto significa no empatizar con el dolor o indignación legítima, de un sector importante de la sociedad, aunque su forma de expresión nos parezca irracional e incluso autodestructiva. No comprender esto equivale a culpar a un joven que en su dolor existencia se autoinfligue cortes, o condenar moralmente a quien se droga como vía de escape existencial. No toda la violencia es sistemática y fría, hay una violencia expresiva, sin finalidad, que debemos reconocer, asumir y gestionar. Porque la vida no es un proceso deliberativo racional orientado por buenos argumentos. La vida, incluida la vida social, es una interacción mucho más compleja donde confluyen condicionamientos mentales y sociales fuertemente arraigado en nuestras posiciones y visiones de mundo.  ¿Cómo develarlo críticamente nuestros estos sesgos? ¿Cómo afectarnos realmente por el sentir del otro? ¿Cómo avanzar hacia una respuesta creativa que implique la radicalidad de lo novedoso y al mismo tiempo la conservación de la herencia de nuestra  historia? Como se preguntaría E. Morin.   

Aquí tal vez haya que recobrar la lucidez de lo obvio  “No podemos resolver (profundamente) esta crisis  pensando de la misma manera que cuando los creamos”. Esto implica asumir que tal vez la solución debemos construirla desde otros lugares, desde nuevos cuestionamientos,  puesto que al parecer nadie en este momento pareciese tener la perspectiva cabal y completa del problema. Esto implica desechar la ilusión o la fácil tarea de recurrir a lugares ya explorados. Cuáles son estos lugares (institucionales, físicos y mentales) con los que quisiéramos ilusoriamente superar esta crisis:

El primer lugar, nos cueste o no asumirlo, es la institucionalidad política desprendida de una constitución de fines de los ochenta, que condiciona un modelo de desarrollo, que lentamente se agrieta y parece incapaz de dar cuenta de los desafíos actuales.  Es necesario, avanzar entonces, con la seriedad y serenidad que esto amerita, hacia una nueva carta constitucional que abrace los nuevos horizontes del Chile que queremos y que permita cuestionar deliberativamente el modelo de desarrollo que necesitamos.    

El segundo lugar, debemos aceptar la irremediable razón que los partidos políticos ya no son los grandes canalizadores de las demandas ciudadanas. La tradicional política partidista ya no es suficiente para garantizar los acuerdos sociales que Chile necesita. Lo que implica nuevos espacios de participación deliberativos y vinculantes y que además aseguren la voz de los más excluidos.

En tercer lugar demos asumir la incapacidad que hemos tenido para leer y asimilar la brecha generacional, más explicativa inclusive que la brecha social. Esto significa que como dice P Bourdieu “Las conquistas que le costaron toda una vida a una generación son un derecho ya adquirido para otros” y que por tanto, se debe comprender que las claves articuladoras de la vida social antaño (sociedad de productores): esfuerzo, trabajo estable, progreso material, adquisición de una vivienda, no son necesariamente las demandas o los mecanismos de integración y realización de las nuevas generaciones. Esto implica evitar la pulsión adultocentrista de interpretar la reacción juvenil desde la racionalidad (la social democracia como la única vía legítima), el dolor (sólo los que expusimos la vida en la dictadura podemos arrogarnos la verdad sobre lo que son las luchas sociales y/o políticas) o la proyección (ver en este movimiento juvenil una consciencia de clases y de valentía nunca antes vista) del mundo adulto.

En cuarto lugar debemos aceptar que los mecanismos para la reconstrucción del orden y la paz social, ya no pueden quedar anclados  en la amenaza del uso legítimo de la fuerza. Por desgracia para algunos, la amenaza fáctica de la presencia militar en la calle o del toque de queda, ha perdido poder simbólico, quiere decir esto que debemos ejercer el uso real de la fuerza, incrementar las penas, volver a legitimar el golpe “formativo” en las familias y en las escuelas, claramente a mi juicio no. Sin autoridad estará siempre el fantasma de la violencia, el desafío actual es en qué fundamos esta autoridad, de dónde emana hoy en día su legitimidad.   

Finalmente tenemos que abandonar la tentación de querer reducir esta crisis, sus consecuencias y soluciones a la matriz explicativa de la desigualdad social en Chile. Más pertinente resulta a mi jucio pensar el problema en término de las dinámicas de abusos y privilegios que se reproducen transversamente en las diversas clases sociales. Tan complejo e injusto como la incapacidad por parte del empresariado de aceptar un reajuste digno al salario mínimo (bajo la amenaza de frenar el crecimiento), es la facilidad con que aceptamos o ignoramos que en sectores marginales se renten, a considerable valor, piezas indignas para inmigrante. El móvil es el mismo. Entonces el desafío normativo más urgente, más que la redistribución de los recursos y poderes, que es absolutamente legítimo y necesario,  es la erradicación de todas las formas de abuso y privilegio ¿es esto posible? ¿Debemos aspirar a ello?  En mi perspectiva desde luego que sí, mediante el cultivo de una acción solidaria que funda en bajo la premisa colaborativa de lo que puedo aportar y recibir del otro. Entonces resulta válido cuestionarnos ¿Qué puedo aportar yo en la solución de esta crisis?

Reconstruir efectivamente puede ser una buena palabra para afrontar esta crisis. Pero reconstruir implica en primer término desmarcarnos de nuestros propios sesgos, miedos y prejuicios; para luego construir nuevas mecanismos de integración y resolución de conflictos. Sólo así estaremos lúcidos para abrazar la alteridad del otro y la profunda oportunidad que este conflicto representa. Sólo así podremos encontrar respuestas novedosas a problemas antiguos, capacidad real de agencia para transformar las estructuras más sublimes y tacitas de la inequidad.  

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