Con cerca de siete millones de personas en cuarentena y la restricción de libertades de reunión y circulación a lo largo de todo el terreno nacional, la triple crisis que nos asola, social, sanitaria y económica, nos lleva hacia nuevas fronteras humanidad, esto es, a la experiencia exacerbada del goce y el dolor, de la generosidad y el maltrato, del arrojo y la subordinación.
Toda crisis representa un redescubrimiento, porque su fuerza centrífuga nos empuja a nuevos márgenes, a la incomodidad de la intemperie, es decir, al desamparo de nuestros marcos referenciales de ser y estar en el mundo. Ahí se agudiza los sentidos y las sensibilidades, todos nos parece más desastroso o nefasto y al mismo tiempo redescubrimos el valor de los pequeños signos y de los pequeños gestos. En la crisis no tenemos certezas pero algo dentro de nosotros permanece más vivo que nunca. Es tal vez una reminiscencia de esa alerta rectiliana, que nos recuerda que más allá del intelecto yace esa pulsión irremediable por la vida.
Así y todo, esta crisis nos obliga al repliegue, un acto casi mortal para un sistema técnico-científico-económico acostumbrado a la hiperproducción y la agitación constante. Detenerse se ha transformado en un antivalor o en una amenaza de muerte, en una sociedad del rendimiento (Buying Chul Han) donde cada uno termina por explotarse a sí mismo, a fin de satisfacer la propia imagen y las exigencias de tener que inventarse y reinventarse continuamente.
Algunos corren por poder, otros por dinero, otros por nuevas experiencias, y la gran mayoría por el simple hecho de aparecer, por ser objeto de atención en las variadas vitrinas sociales de internet y de los medios. En la sociedad del espectáculo, donde estamos inmerso, no sólo se trata de tener sino de mostrar que se tiene; no sólo se trata de ayudar, sino más bien de mostrar que se ayuda; no se trata de gobernar sino de mostrar que se gobierna. Por eso hemos vistos en estas semanas, una puesta en escena del drama humano, con cómputos nacionales, pasarela de autoridades en matinales televisivos, ayuda humanitaria con fines electorales (financiadas por diversos honorables), y sobre todo un ir y venir de acusaciones cruzadas propias de una política del espectáculo desconectada del sufrimiento real de la gente.
Aun cuando los medios de comunicación nos mantengan adormecidos con una información parcializada o tendenciosa, y la sociedad nos empuje a seguir manteniendo nuestra productividad o la necesidad de vivenciarnos proyectados en el anhelo de las cosas que realizaremos cuando se retome la anhelada “normalidad”. Esta triple crisis lo remueve todo, porque desactiva supuestos muy arraigados incluso en nuestra forma de enfrentar la adversidad, ya no podemos abrazarnos, la acción territorial y colectiva es un riesgo, no podemos reunirnos en familia y el culpable esta vez no ostenta una posición de poder o acomodada, se trata de una simple, pero mortal, secuencia de ARN y proteínas que solo puede reproducirse parasitando de nuestras propias células.
Debemos entonces aprovechar la incomodidad e inseguridad de este tiempo, para cuestionar nuestras certezas y la de un ordenamiento mundial cimentados en la conquista, el rendimiento y exteriorización de nuestras vidas. Esta crisis es una oportunidad para volver a un tema esencial y clave para nuestro desarrollo, me refiero a la inquietud o cuidado de sí mismo. Aquel viejo tópico filosófico, que tanto fascinó a M. Foucault en sus últimos años, que nos obliga a “interiorizar” la mirada sobre nosotros mismos. A buscar una verdad que sólo puede emerger a condición de cambiarse uno mismo. Una verdad no vinculada a la forma en que conocemos el mundo exterior, sino a la forma en como nos relacionamos con nosotros mismos, los demás y el mundo. Una verdad fundamental para cultivar el arte del vivir o estética de la existencia.
Ocuparnos de uno mismo, no es un acto egoico o egoísta, por el contrario, es una condición fundamental para vivir sabiamente, para vivir libremente, para aprender amar y aceptar nuestra realidad tal cual es, sin esa afección emocional de apego, deseo, odio o codicia. Este pequeño giro hacia la ocupación de uno mismo puede desarticular buena parte de nuestros malestares, al ampliar nuestras perspectivas, resituar nuestros afectos y hacernos menos dependientes de las expectativas (auto)impuestas.
Toda posibilidad real de cambio pasa primero por la aceptación, aceptación de que no tenemos el dominio ni la perspectiva global de las cosas; y aceptación de que hay algo en nosotros mismos que nos limita a vivir plenamente. Sólo a partir de ahí, puede iniciarse la verdadera búsqueda, que las tradiciones espirituales han representado con la metáfora del sendero.
Que este el llamado a quedarse en casa, sea entendido como una oportunidad para habitar la propia casa, aquella donde moran nuestros miedos, anhelos, inquietudes y verdades. Así tal vez saldremos más preparados para afrontar los enormes desafíos sociales que esta crisis nos pone por delante.
Columna Publicada en Revista Co-Incidencias, Julio 2020