La intervención social puede ser descrita en términos amplios como un conjunto de acciones deliberadamente planificadas y organizadas (en cuanto a tiempos, recursos, equipos, dispositivos, metodologías, etc.) orientadas a la consecución de un fin con una determinada población objetivo siempre en un marco institucionalmente establecido. En otras palabras, se trata de una herramienta-proceso de transformación social (individual o colectiva) previamente articulado y planificado que, dada la complejidad creciente de los fenómenos sociales, se constituye como un campo multidisciplinar y no como patrimonio de una u otra ciencia social. Esto no debe plantearse como el quiebre de las lecturas disciplinares particulares sobre Intervención Social, sino más bien ir a la búsqueda de reuniones y contrapuntos que permitan cumplir la promesa de la mirada multidimensional y la acción integral que se proponen los programas sociales en la actualidad (Muñoz 2011).
La intervención social, se yergue bajo un horizonte normativo, esto es hacia un nuevo orden de las cosas o las relaciones, hacia una realidad potencialmente mejor y deseable. Sin embargo, a menudo los y las facilitadores encuentran resistencias y escollos, falta de recursos, falta de tiempo, desgaste de los equipos, sistemas extremadamente complejos, desistencia los y las usarías, incidentes, entre tantos otros. Lo que incluso podría conlleva a una perdida de potencial transformador de las intervenciones. Es en esos momentos que la intervención social puede operar como una estrategia de mantención del status quo o peor aún establecerse como una estrategia de control social por parte de los grupos dominantes, desarticulando completamente su potencial transformador.
Otro riesgo inminente de los procesos interventivos es la “reducción gramatical”, esto es la tendencia a trabajar a partir y desde los “rótulos” (pobre, preso, desempleada, etc.) perdiendo de vista la completitud del sujeto. Como bien indica Teresa Matus “Nadie llega [en su condición de persona natura] a solicitar los servicios de un trabajador social, sino que emerge al interior de una categoría analítica determinada: mujer golpeada, cesante, menor en situación irregular, directiva de una organización sindical, integrantes de un campamento. Por tanto, el núcleo del Trabajo Social[1] es una intersección, un cruce entre los sujetos y el fenómeno social que los convoca. Consecuentemente, si la categorización social se realiza en términos estigmatizadores, esos sujetos llevarán esa marca en forma persistente (2006, 34). Y el interventor limitará sus estrategias de intervención exclusivamente a cierta “habilitación” o instalación de ciertas competencias que no garantizan una transformación sustantiva y reparación de lo que implica cargar con un estigma.
Persiste a su vez lo que podríamos denominar desde la perspectiva goffmaniana de la dramaturgia social, una suerte de “gimnasia social” en los procesos interventivos, que es la actuación en la interacción entre interventor-intervenido, según el papel social que le ha asignado la disciplina (hacer lo que debe hacer una abogada o un psicólogo) al primero y la experiencia al segundo, saber precisamente que decir o que hacer para alcanzar o manipular el objetivo y salir rápido de la situación. Así ambos se encuentran, pero no se transforman, pues ambos asisten con un guion previamente establecido.
Frente a este escenario, y a la complejidad creciente de los sistemas sociales asediados por la crisis del modelo civilizatorio, que tiene como correlato trágico y urgente la crisis ambiental, la cual ha evidenciado las limitaciones del paradigma “antropocéntrico” donde el hombre se sitúa por fuera y por sobre la naturaleza (Boff 2011). Y en el cual prima la competitividad, la visión dual y el predominio indiscriminado de la razón instrumental que adquiere su máxima expresión en procesos-fuerza autorreferenciales que gobiernan las relaciones humanas, sin que el hombre pueda gobernarlos. Es urgente repensar la intervención social e indagar en sus fundamentos y posibilidades.
Una idea al respecto, es que las orientaciones práctico-teóricas que estructuran la intervención social contemporánea se nutren principalmente de la discusión epistemológica centrada en el “Saber-Conocer” y “Saber-Hacer”. Sin embargo, las dimensiones axiológicas del “Saber-Estar” y “Saber-Ser” son relejadas del quehacer interventivo y social, al no existir en Occidente un marco teórico-experiencial-reflexivo que las sitúen dentro del universo formativo de la intervención social y en las interacciones cotidianas. La incorporación de una “dimensión espiritual” en intervenciones sociales, podría contribuir significativamente a un abordaje integral de las necesidades humanas y su relación con los procesos de transformación individual, comunitarios y colectivos.
Antes de profundizar en las implicancias del abordaje de esta dimensión espiritual, es importante explicitar el acercamiento a la noción de espiritualidad que se propone. En este sentido podemos comprender la espiritualidad como una experiencia de acceso universal e inmanente a todo hombre o mujer, que no demanda de la mediación de un “otro” para el acceso a esa nueva realidad que se abre en ella y de la cual nace una nueva relación con nosotros mismos, los demás, el mundo y la trascendencia.
Tal como plantea García Roca se trata de “una espiritualidad ecuménica, abierta a todos los seres humanos; transreligiosa, para un mundo laico y secular; cotidiana en los espacios de la inmediatez y en las vibraciones de la carne, y ecológica, con voluntad de integralidad”. (2011, 14)
Una de las metáforas más adecuadas para acercarse a esta noción de espiritualidad es la imagen del sendero, pues la espiritualidad desnuda de toda teorización y/o teologización, es comparable con el movimiento que todo ser humano puede hacer de retorno a su propia esencia, a su propia casa, a su propia fuente, con lo que se experimenta una sensación de profundo éxtasis y certeza, pues cesa toda idolatría, miedo y deseo, “he puesto mi casa sobre nada, en vista que el mundo entero me pertenece” (Goethe en Fromm 1970, 27).
La radicalidad de la espiritual estriba en que se trata de un conocimiento-verdad a la cuál sólo se puede acceder transformándose, como señalará el propio Foucault, para la espiritualidad, la verdad modifica, desplaza, altera el “ser mismo del sujeto” (Foucault, 1983), facilitando una nueva narrativa de si mismo y la posibilidad de construir una “estética de la existencia” que oriente los procesos de cambio y permita generar una resistencia a los embates de la violencia estructural.
Por otra parte, el camino espiritual supone siempre una orientación hacia la realización plena, la dicha, la reafirmación de la vida y la plena libertad de las personas. En este sentido se desmarca de aquellas prácticas o visiones teológicas, terapéuticas o interventivas centradas en el castigo, la represión, el enjuiciamiento y agresión hacia el otro. Lo que no significa negar el dolor existencial o sufrimiento inherente a una vida condicionada, por el contrario, la espiritualidad nace en muchas ocasiones de enfrentar dicho dolor e indagar en sus causas profundas, así nació el camino de Siddhārtha Gautama y el de tantos otros. En último término la plenitud pareciera alcanzarse sólo cuando se acepta y se integra la realidad tal cual es, cuando cesa el deseo de querer ser feliz, cuando se está más allá de la alegría y la tristeza, de la felicidad y el sufrimiento.
A partir de esta comprensión se puede indagar en las posibilidades de integrar una “dimensión espiritual” dentro de los procesos interventivos, posibilitando la inquietud por el saber-ser y el saber-estar y situar una lógica relacional centrada en el cuidado que logre desarticular las lógicas de dominación propias del poder y la violencia. Como bien indica García Roca “Los seres humanos podemos vivir en la medida que podemos cuidarnos mutuamente. El cuidado comporta las tres ecologías: el cuidado de uno mismo y a sus energías psíquicas (ecología mental), el cuidado de los demás (ecología social) y el cuidado de los demás seres (ecología ambiental). La dimensión humana del cuidar resulta tanto o más importante que ser racional o productor) (S/F. Pág. 12)
La espiritualidad, en cuanto praxis directa e interna de transformación, podría ofrecer un enriquecimiento a las prácticas interventivas, en especial, con sujetos sociales expuestos a experiencias traumáticas o a identidades fragmentadas o negativas que impiden asumirse como agente de cambio. La dimensión espiritual podría complementar las estrategias tradicionales de intervención y ofrecer nuevas perspectivas al trabajo interventivo a fin de potenciar su poder transformador. En desafío radica en establecer con claridad las condiciones y metodologías para facilitar esta dimensión y las precauciones inherentes a un proceso que nunca está libre de la manipulación y coacción.
Ponencia para el IV Congreso Latinoamericano de Teoría Social (CLACSO)
[1] Que podríamos reemplazar por Intervención Social, al asumir que la intervención es el quehacer central del trabajo social.